EVANS EL ILUSTRADO Y OTROS EVANS, De Edgar Wallace


– Ya no hacen libros como antes.
– Cierto: se despegan.
– Me refiero a esas historias que te cogí­an de la mano y no podí­as dejar de leer.
– Para eso se inventó la tele.
– ¿Conoces a un autor que fue de los más populares?
– Si no me dices cuál.
– Edgar Wallace.
– ¿El de polí­cí­as y ladrones? ¿La no-sé-que de las no-sé cuántas cerraduras?
– Ese. Ahora que andan por la noví­sima versión de King Kong, ¿sabí­as que la idea fue suya, para Hollywood? El hombre gastaba hasta arañar el fondo del bolsillo y, sólo entonces, se encerraba en una gran nave, poní­a un biombo, un diván, una mesita y un secretario. Le dictaba, en una noche, una o dos novelas. Las cobraba, y a vivir a la Gran Dumond.
– ¿La Gran Dumond?
– Cosas de otro mundo. Leí­ a Wallace de chico y ahora recaigo en él. Lo siguen editando: es un valor seguro.
– Pues con CSI en la tele ya tienes bastantes polis. Y si te faltan, conectas El Comisario, que sale a todas horas.
– Es que Edgar Wallace escribí­a de todo, como lo de King Kong. A mi me gusta mucho más toda la saga de Evans el Ilustrado. Es un Consejero del Turf, que quiere decir un tí­o que vive de aconsejar a los apostadores qué caballos van a ganar. Tiene que espiar, mentir, disimular, superar a la competencia, o sea, a la señora Lube y al Viejo. Pero es un hombre inocente y de buen corazón.
Se mueve en un bajo mundo de personas sin cultura, una clase baja muy borrica que aún subsiste en Londres. Pero él es un Ilustrado. Eso se cree él y también los que le rodean, que le reverencian a su modo. Es una delicia leerle los resúmenes sobre la historia de la humanidad mientras enví­a sus consejos ciclostilados dando los ganadores para estas o aquellas carreras y esquivando a la ley que, en su caso, es benevolente

Fí­jate si tuvo éxito lo de Evans el Ilustrado que aún ahora hay muchos libros sobre educación que se llaman “Ilustred Evans”, que es el tí­tulo en inglés de la primera historia del Ilustrado. Pongamos que fue una conmoción duradera. Y si no me crees, pon en Google “Ilustrated Evans” y verás lo que te sale. Sus libros, no, porque aún duran los derechos de autor, que debe tener alguna editorial. Evans es un hombre feliz metido en un mundo pobre, ignorante y zafio. Y, pese al ambiente, te interesas, te rí­es, meditas… Haces todo lo que se puede hacer leyendo y no se puede hacer mirando un telefilme.

-Dime algo que no se pueda hacer viendo la tele y sí­ leyendo un libro.
-Ir en tren. O en avión.
-Eso es cierto.
-Y en las salas de espera. Para que te hagas una idea, fí­jate en estos dos trocitos “de texto”. Son como para compilarse, si puede expresarse así­ la calidad.

De Evans el Bueno:

Oyó ruido de pasos en la escalera, pero no volvió la cabeza hasta que una sombra entró en la habitación.
—Buenos dí­as, señor Evans.
El hombre ilustrado giró el redondo y se pudo pálido. Ante la puerta de entrada estaba la señora Lube; llevaba en la mano un hermoso ramo de primaveras.
—Muchas felicidades, señor Evans ¡y pelillos a la mar!
Cuando se sabí­a cuál era el dí­a del cumpleaños del señor Evans era imposible olvidarlo, pues habí­a visto la primera luz el dí­a 1.° de abril del año… Bueno: el año no importa. (*el 1 de Abril es el dí­a de los inocentes made in England)
—¡ Hum! Lo mismo digo, señora Lube. Tomó las flores desconfiadamente, esperando que explotasen de un momento a otro,
—¿Puedo pasar, señor Evans?
La señaló una silla y la vigiló cautelosamente, dispuesto a saltar en cuanto la viese hacer ademán de manejar el atizador. Pero no solamente se mostraba desarmada, sino, -también, desarmadora.
—Seguramente se preguntará usted por qué he venido, señor Evans—elijo—, después de todos los jaleos y trifulcas que hemos tenido. Pero lo que yo digo es que hay que vivir y dejar vivir, pero he estado hablando con mi querido abuelo y mi querido esposo, y los he dicho: «¿Por qué andar intentando derrotar al querido señor Evans?—digo—; lo mejor que podemos hacer—digo—es hacer que nos ayude», dije.
Evans respondió con áspera voz:
—No tengo nada que dar—dijo. La señora Lube tragó algo.
—Sí­ tiene usted, señor Evans.—Parecí­a muy seria, o lo simulaba muy bien. —Usted tiene ilustración Y es lo que yo digo a mi pobre, quejido abuelo: «¿Qué podremos hacer sin ilustración?».
Evans, «el Ilustrado», tosió y se acarició la barbilla importantemente.
—Yo digo—continuó la señora Lube—que lo único que podemos hacer es confiarnos a su clemencia; y en cuanto a mi, pedirle que me ilustre.
El señor Evans tosió nuevamente.
—En cierto modo, tiene usted razón—dijo—. Tomemos como ejemplo la biologí­a y la ciencia. ¿Qué es el agua? En francés es «O»; para la ciencia es H 3 O; en Alemania es una cosa diferente. Veamos el mundo, que gira,., o da vueltas, sobre su eje una vez cada veinticuatro horas, con lo que se origina el brillo de las estrellas. Veamos la Historia: la guerra de las Rosas tuvo por origen que los Lancashire derrotaron a los de Yorkshire, y vicer verser, que es latí­n. Y esto nos lleva hacia Julia César, la afamadí­sima esposa que estaba siempre sospechando de su marido porque éste se entendí­a con Lucreciatura Borgia, la mujer Crippen de Italia. ¿Dónde está Italia?, me preguntará usted. Eso es geografí­a, y nos lleva a la cuestión de Mussell Enos, el famoso fakisista.
—¡ Dios mí­o!—dijo la señora Lube desdeñosamente—. ¡ Pobre cerebro mí­o! ¡ Usted sí­ que tiene una cabeza admirable!
—Veamos la botomí­a, o ciencia de los vegetales—añadió Evans, entusiasmado con su tema—: estudiando la vida de las flores, llegamos a la zoo-ologí­a, o ciencia de las orugas, las cuales se convierten en mariposas por un método de metamorfosis, vulgarmente llamado hibernación…
La señora Lube le escuchó durante dos horas, y asi preparó los cimientos para su futura erudición.
—Ha sido una idea tuya, Alfredo—dijo a su esposo al regresar a su casa—. Y como resulte que he estado empleando el tiempo tontamente escuchando a ese tal o cual, me parece que tendré que decirte algo…
—Tenemos que hacer algo—dijo Alfredo.

MÁS INOCENCIA E ILUSTRACIí“N.

Evans, «el Ilustrado», empleaba ocasionalmente trabajo femenino. No habí­a sido muy afortunado en sus selecciones, es cierto, pero su fe en la naturaleza humana y su respeto a las mujeres eran tan grandes, que jamás perdí­a la esperanza. Y por eso sucedió que fue a instalarse en la «Casa Forseti», de Bnyham Mews, la señorita Marie Rose, quien era rubia, y esbelta, y tení­a unos maravillosos ojos azules, y unas cejas negras arqueadas; todo ello, unido a un cuerpo de singular atracción, por lo que podí­a verse; y como estaba vestida a la moda actual, lo que podí­a verse era mucho.
Era sobrina del señor Rose, el vendedor de queso, que era un gran admirador de Evans, «el Ilustrado», y soñaba sueños de grandeza, consistentes en renunciar a la venta de mantecas y quesos y embarcarse en la romántica aventura de hojear libros de cheques. Y como quiera que ella fuese la única persona en quien pudiese confiar, deseaba que se habituase al negocio de las carreras de caballos y aprendiese su técnica. Y, además, tenia otras razones para alejarla de su casa.
—A usted se la confí­o, señor Evans—le dijo—, Y no se la confiarí­a a ninguna otra persona. Es una muchacha de gustos delicados, de espí­ritu refinado y todos esos lí­os; está muy bien educada.
—¿Tiene ilustración?—preguntó Evans.
—No sé nada de eso. Lo que puedo decirle es que, prácticamente, no sabe nada del mundo. Y lo que yo deseo es que usted. sepa estar, por decirlo así­, entre ella y las tentaciones. Yo sé que usted es el hombre apropiado para eso, porque ninguna mujer seria capaz de mirarle a la cara dos veces sin que soltase el trapo de la risa. Tiene usted un rostro tan bonachón!…—añadió. Y el enojado Evans se aplacó con la última observación.
Evans estaba una mañana enunciando su filosofí­a, mientras ella, con dedos ágiles, doblaba las circulares que habí­an de llenar de alegrí­a los corazones de todos los clientes, antiguos y nuevos.
—Me atreverí­a a decir, señorita Rose—decí­a Evans—, que algunas veces la intrigo a usted. No es que no tenga usted una gran ilustración, sino que, naturalmente, no tiene mi experiencia y mi sapoir foire, por usar una expresión extranjera. Casi estoy por afirmar que en algunas ocasiones no puede seguir mis razonamientos, pero muy pronto se acostumbrará a mí­, señorita Rose. Yo soy como el conocidí­simo Guillermo el Silencioso, el emperador de Alemania: no hablo más que cuando tengo necesidad de hacerlo.
—La ilustración es una cosa maravillosa—suspiró la señorita—. Me gustarí­a haber estudiado hasta el sexto curso…
—Es maravillosa y no lo es—admitió Evans, modestamente—. Uno se siente satisfecho cuando en la calle la gente le señala y dice: «Ese es él». Pero uno tiene que conformarse con eso. El modo que tienen de venir a mí­ para pedirme informes y hacer reclamaciones, se está convirtiendo en un fastidio público. ¿Conoce usted la fecha del gran incendio de Londres?—preguntó, cerrando los ojos y enarcando las cejas.
Ella movió negativamente la cabeza.
—No; solamente tengo veintiún años. No lo recuerdo —contestó—. Seguramente era yo muy pequeñita entonces.
—En 1643—dijo Evans rápidamente—. Durante el reinado de la Gran Reina Ana, conocida por el sobrenombre de la «Reina Virgen», a causa de su amistad con el duque de Marlborough, el antepasado del señor Winston Churchill, conocidí­simo marino. La última vez que el Támesis se heló fué en 1742, el año en que nosotros derrotamos a los alemanes en la batalla de la Plaza de Trafalgar. Véase: lord Nelson.
—Quisiera saber tanto como usted—dijo la señorita Marie Rose ansiosamente.
—No puede—respondió Evans—. No es un don que se conceda a todos. Es un don, lo mismo que la voz de los cantantes. Todo mi trabajo es trabajo cerebral. Tengo que llevar una cantidad de cosas en la cabeza que volverí­a loco a cualquiera. ¿Cuándo ganó «Eclipse» el Derby?
—¿La semana pasada?—preguntó ella al azar, puesto que solamente tení­a un vaguí­simo conocimiento sobre el deporte de los reyes.
—En 1872. Se celebró la carrera—prosiguió Evans con rapidez—bajo una gran tormenta de nieve; y Jack Darvis, el conocidí­simo entrenador, puso unas bolas de manteca bajo los cascos del caballo para que pudiera resbalar al volver la esquina de Tattenham… «Eclipse» era medio hermano de ‘*Bayardo», del cual descendió el famoso «Bart Snowball».
Su lección sobre historia antigua fue interrumpida por una llamada a la puerta. Abrió Evans mismo, y vio a un resplandeciente caballero, que fumaba un gran cigarro, y llevaba tantas alhajas que parecí­a el escaparate de la joyerí­a de Saí­n Isaac.

—¿El señor Evans?—preguntó.
—Sí­, yo soy el señor Evans—reconoció la autoridad en ilustración.
El recién llegado penetró en la habitación y miró en torno suyo, con una mirada en que el disgusto, el desprecio, el resentimiento y el regocijo se mezclaban torpemente.
—Me gustarí­a hablar unas palabras con usted cuando esté solo—dijo.
Evans miró a la señorita, enarcó las cejas expresivamente—tení­a unas cejas muy expresivas y flexibles—, y la señorita se ausentó apresuradamente.
—Bien, señor Evans—dijo el señor Snazzivitz; y, sin que fuese invitado, se sentó en la única silla cómoda que habí­a en la estancia—. Probablemente ha oí­do hablar de mí­; mi nombre es Isidoro Snazzivitz.
—¡Oh! ¿El celebré propietario de caballos? ¿El que entrena sus caballos en las caballerizas del conocidí­simo señor Nobbs, instaladas en el célebre lugar de Berkshire «Ddlvns?
—Ese mismo soy—dijo el señor Snazzivitz—. Usted ha estado aconsejando un caballo mí­o. Me gustarí­a saber quién le proporcionó la información.
Evans arrugó las cejas.
—¡Recomiendo tantos caballos…!—dijo—. ¿Tendrá la bondad de decirme a cuál se refiere?
—»Bluebotte»â€”dijo el señor Sna*zzivitz. Y una expresión de inteligencia se dibujó en el inteligente rostro del señor Evans.
—¿»Bluebotte»? Creo recordar el nombre… Sí­, sí­: lo envié en mis «Consejos Especiales de Cinco Libras». Lo supe por uno de mis espí­as.
—Lo supo usted por mi barbero. Por él lo supo—dijo el señor Snazzivitz de modo desagradable. Y, entonces, recordando su misión, se esforzó por sonreí­r—. Ahora bien, señor: usted no es mala persona.

Papeles de Trapisonda

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